Miguel de la Cruz


Miguel De La Cruz A.K.A (Mikail Delacroix)

Miguel De La Cruz (El Paso Texas, 1984) Es un hijo de la frontera, creció en Ciudad Juárez y El Paso TX, actualmente reside en Las Cruces Nuevo México.

En el 2019 publicó el libro de micro-ficciones El Vestido de la Reina Kitsch (Santa Fe Nuevo México: Brown Buffalo Press).

En el 2013, publicó su primer libro de micro-ficciones Memorias de un Camaleón (Las Cruces Nuevo México: Arenas Blancas).

Su trabajo aparece en diferentes revistas literarias como: Arenas Blancas de la Universidad Estatal de Nuevo México, Zona de Carga de la Universidad de Wisconsin-Madison y en antologías como: Al este del Arcoíris (New Jersey, 2011). Es vicepresidente de la New Mexico Book Association (NMBA).

Actualmente colabora en la revista literaria https://www.liberoamerica.com.

Las esferas

Unas esferas de color piel se paseaban en el galerón principal. Invadieron un cuarto y poco a poco se convirtieron en las amas de la casa. Eran unos animales más grandes que los topos. Sabían de su tamaño y su poder. Caminaban con la arrogancia de un gato. No tenían ojos. Masticaban pedazos de alfombra. Proveniente de la sala se percibía un hedor a orina que sospecho ellas despedían. La casa estaba en ruinas, tenía pedazos del cielo colgando. Había otros animales, que se me aliaron.  Las colas de las ratas parecían culebrillas jugando carreras por el piso.  Los globos de piel caminaban hacia mí como retándome, yo solo me mudaba de cuarto tras cerrar la puerta. Otras esferas salían por debajo de la cama, se les oía masticar la madera. Deposité mi confianza en las ratas, en que algún día unificadas, pudieran vencer la infestación de esferas. El ejército de cucarachas fue abatido fácilmente. Durante un mes entero disfrutaron de sus carnes y se hicieron trajes con sus pieles. Ya casi son las tres de la mañana, ya casi vienen para beber de mis babas. Tengo un plan para exterminarlas que espero funcione. Voy a darles del veneno de mi alma. 

postal de vahos

El desierto tenía una risa serena como la de la abuela. Se durmió pensando en ella, en su vestido de oro azul y sus carcajadas roncas. Desde un rincón del cuarto, una voz resignada y seca articulaba oraciones a la santísima trinidad.  Unas manos afiladas sostenían el cuaderno desmoronado del que goteaban  rezos expirados para un dios sordo.  Mientras ella le cuchicheaba presagios ácidos al mundo, el cáncer le comió las pestañas. Pasaba los días extrañando los tantos brazos que abrillantaron ese corazón laxo. Su confusión se perdió entre las fronteras del amor y el odio. La espuma que salía de su boca adornaba la vulnerabilidad de su ser. Sus huesos sostenían el techo de un templo ya en ruinas. Le avergonzaba la senectud de su desnudez, era un esfinge rancia que destilaba el ardor de sus yagas detrás de un frasco de morfina. El ocelote de su pecho se perdió en los paraísos de otros tiempos. La fiebre se la llevó;  sus brazos se volvieron de hielo y un orificio apareció en su mirada. Como si fueran estrellas, las luces de la ciudad descansaban sobre el horizonte iluminando la noche desde el piso. Al despedirse, mi nieto susurró un te quiero, mientras limpiaba el sudor de mi frente. 

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